Quienes rondan la cuarentena difieren notablemente en su predisposición de reconocer y asumir su propia destructividad. Hay quienes que ni siquiera reconocen que pueden haber dañado a alguien y que rechazan, incluso, haberlo deseado alguna vez; otros, por el contrario, se sienten tan culpables que son incapaces de considerar el problema de una manera desapasionada y distante; otros en cambio, son relativamente conscientes de la ambivalencia de sus sentimientos y reconocen, por lo tanto, que pueden sentir amor y odio al mismo tiempo por la misma persona, en cualquiera de los casos sin embargo, el proceso de crecimiento nos conduce a tomar más conciencia de nosotros mismos y asumir cada vez más nuestra propia responsabilidad.
Durante la crisis de la mediana edad, aun el más maduro y comprensivo de los hombres tiene mucho que aprender sobre el papel que desempeña la destructividad en sí mismo y en la sociedad. Entonces deberá asumir toda la rabia acumulada contra los demás y contra sí mismo que porta consigo desde la infancia y profundizar en el odio que ha ido acumulando a lo largo de toda su vida, reconocer que esos impulsos destructivos internos coexisten con los impulsos creativos que le sirven para afirmar la vida y descubrir nuevas formas de integrar ambas dimensiones de la existencia.
Pero este aprendizaje no es algo consciente o intelectual, que pueda lograrse mediante la simple lectura de unos cuantos libros, la asistencia a unos pocos cursillos o psicoterapia, aunque todos estos factores, no obstante son de inestimable ayuda a largo plazo en el proceso de desarrollo. El principal aprendizaje debe tener lugar en las entrañas de nuestra propia vida atravesando períodos de sufrimiento, confusión, rabia contra los demás y contra nosotros mismos y nostalgia por las oportunidades desaprovechadas y los aspectos perdidos de nuestro propio yo.
Una de las posibles consecuencias de afrontar esta polaridad consiste en el sentimiento trágico de la vida, que resulta de la comprensión de que los grandes fracasos y adversidades no nos vienen impuestos desde el exterior sino que suelen ser una consecuencia fatal de nuestros propios errores.
Sin embargo, las tragedias no tienen porqué ser necesariamente tristes. En este último caso, los enemigos, las condiciones desfavorables, la mala fortuna o los defectos inesperados del héroe son causantes de su fracaso, de su muerte o del rechazo de su amada. Las historias trágicas por su parte presentan características muy diferentes, en ellas el héroe pone en juego todas sus habilidades y virtudes al servicio de una causa noble ero es derrotado a consecuencia de las enormes dificultades que conlleva la empresa que acomete. Este fracaso del héroe suele tener que ver con un defecto de su carácter que normalmente está relacionado con el pecado de hubris (arrogancia, inflación del ego, omnipotencia) y la destructividad. La nobleza y la ruindad constituyen dos aspectos indisolublemente unidos de la misma moneda. Pero, aunque el héroe no llegue a ver cumplidas sus aspiraciones iniciales, las verdaderas tragedias no suponen necesariamente un fracaso porque el héroe siempre termina alcanzando la victoria puesto que aprende a afrontar sus defectos, a aceptarlos como parte de sí mismo y de la humanidad y a experimentar una transformación personal mucho más valiosa que el éxito o el fracaso mundanos.
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